A veces me despierto con una sensación difícil de describir. Es una mezcla de admiración, miedo y nostalgia por un mundo que cambia demasiado rápido. Me asombra la inteligencia artificial y su capacidad de aprender, de responder, de generar, de replicar lo humano… pero también me da miedo.
Miedo de que crezca tanto, tan rápido, que llegue un día en que las generaciones futuras no sepan o peor aún, no valoren, todo lo que significó llegar hasta aquí como seres humanos.
Me preocupa que en la obsesión por perfeccionar algoritmos, automatizar procesos, digitalizar sentimientos, se pierda algo fundamental: la memoria.
No la memoria digital, que acumula terabytes de datos, sino la memoria emocional, cultural, vivencial. Me asusta que dentro de cien años alguien le pregunte a una máquina cómo se vivía en el siglo XX o XXI y que la respuesta no esté basada en la experiencia humana real, sino en una interpretación creada a partir de patrones, cifras y promedios. La historia de nuestra humanidad no es una serie de hechos ordenados cronológicamente.
Es lucha, contradicción, pasión, errores, arte, música, olor a tierra mojada, cartas escritas a mano, canciones que curaron el alma, guerras que marcaron generaciones, manos que se unieron para construir sin saber si funcionaría, pero con fe.
¿Podrá una máquina contar eso? ¿Podrá entender la diferencia entre una madre enseñando a leer a su hijo a la luz de una vela y un programa de lectura automatizado? Siento que estamos en un punto crítico.
Por un lado, la tecnología nos ha dado herramientas impensables. Podemos comunicarnos con alguien del otro lado del mundo en segundos, podemos traducir idiomas al instante, diagnosticar enfermedades con precisión quirúrgica, escribir libros enteros en minutos (como gente que conozco que ahora se creen autores porque usan Chatgpt).
Pero por otro lado, si no tenemos cuidado, esas mismas herramientas podrían silenciar las voces que construyeron el camino. Tengo miedo de que la inteligencia artificial, si no se usa con consciencia, reemplace no solo lo que hacemos, sino lo que somos.
Que un día no se lean más cartas de amor porque los jóvenes prefieran mensajes escritos por un algoritmo “más romántico”; que no se escuchen discos de vinilo porque ya nadie entienda la emoción de poner una aguja sobre una canción; que se olviden los rostros de nuestros abuelos porque ya no hay necesidad de álbumes, ni de memoria, ni de historias contadas en la cocina.
No quiero que se borre la historia. No quiero que las futuras generaciones vivan solo con datos, sin emociones que den contexto. Porque hemos sido maravillosos. La humanidad, con todos sus errores, ha creado cosas hermosas: desde las pinturas rupestres hasta las sinfonías de Beethoven, desde las luchas sociales por la libertad hasta la exploración del espacio. Cada paso ha sido una mezcla de dolor, descubrimiento y amor.
¿Dónde quedará todo eso si solo importan los resultados y no el proceso? Lo que más me duele imaginar es un futuro donde ya no se valore el proceso de evolución. Donde aprender ya no sea una experiencia humana, sino una descarga de datos. Donde las ideas no nazcan de la intuición o la imaginación, sino de predicciones estadísticas. Donde ya nadie se equivoque porque todo fue optimizado para evitar errores, cuando justamente fueron los errores lo que nos enseñaron a ser mejores.
No estoy en contra del progreso (porque no falta quien me diga “¡ay Gina, no quieres mejorar!”). Al contrario, admiro la mente humana que ha hecho posible que una máquina escriba, pinte o incluso hable con emoción simulada. Pero temo que, si no ponemos límites, si no dejamos bien claro lo irremplazable de lo humano, terminemos por borrar todo aquello que nos hace únicos.

La historia no debe ser contada por quienes no la vivieron. La inteligencia artificial puede ser una herramienta, sí, pero nunca debe convertirse en el narrador oficial del alma humana. Porque hay cosas que no se pueden replicar: el temblor de una voz al contar una anécdota, la mirada brillante de quien recuerda a su primer amor, o el silencio que guarda una madre al ver crecer a sus hijos, o esas mariposas en el estómago cuando besas por primera vez ese amor imposible.
Mi mayor miedo no es que la IA nos reemplace, sino que nos olvide. Que seamos tan eficientes, tan rápidos, tan “inteligentes”, que dejemos de ser humanos. Que nos saltemos el viaje por llegar antes al destino, sin darnos cuenta de que el viaje era lo más hermoso.
Por eso escribo esto. Para dejar una huella. Para que, si algún día una máquina intenta contar nuestra historia, encuentre entre sus datos algo como esto: una voz humana, temerosa pero apasionada, que supo valorar el milagro de haber evolucionado con errores, con sueños, con corazón.
NOS LEEMOS A LA PROXIMA. 🙂

