El fin de semana pasado hice un viaje a Mexicali. Como siempre, manejar por esas carreteras a solas me da tiempo para pensar, y normalmente pongo música para que el trayecto se me haga más corto. Pero esta vez decidí probar algo distinto: escuché un podcast. Encontré “Unsolved Mysteries” y me dejé llevar por la curiosidad. Lo que no sabía es que iba a terminar el camino pensando en lo frágil que es la confianza humana.
El primer episodio que me salió fue el del famoso caso de Chicago, a principios de los años 80, cuando un asesino envenenó con cianuro varias botellas de Tylenol. Personas inocentes, que solo buscaban un remedio para el dolor de cabeza o la fiebre, murieron sin imaginar que en esas cápsulas se escondía la muerte. Fue un crimen tan inesperado y absurdo que marcó la historia de la seguridad en productos de consumo. Nadie se lo esperaba, porque ¿quién podría imaginar que alguien, con tanta frialdad, manipularía un medicamento para hacerle daño a desconocidos?

Conforme escuchaba, me invadió un sentimiento extraño. Por un lado, me atrapaba la narrativa del misterio: nunca atraparon al culpable, nunca supieron con claridad quién se atrevió a cruzar esa línea de humanidad. Por otro lado, me llenaba de inquietud pensar que, en el fondo, confiamos a ciegas en tantas cosas todos los días. Compramos medicinas, alimentos, bebidas… y damos por hecho que alguien hizo bien su trabajo, que el mundo está en orden y que no habrá sorpresas mortales en algo tan rutinario.
Esa confianza invisible es lo que sostiene gran parte de nuestra vida. Sin darnos cuenta, caminamos por el mundo depositando fe en los demás: en que el piloto del avión sabe lo que hace, en que el cocinero de un restaurante lavó bien los ingredientes, en que el vecino no tiene malas intenciones, en que un desconocido no envenenó una pastilla. Y, sin embargo, cuando escuchas un caso como el del Tylenol, todo se tambalea. Te das cuenta de lo fácil que es quebrar esa seguridad, de lo vulnerable que somos.
Mientras avanzaba por la carretera rumbo a Mexicali, pensaba en lo doloroso que debió ser para las familias de las víctimas. Personas que jamás imaginaron que lo último que harían en su vida sería tomar un simple analgésico. Pensaba también en la perversidad que hay detrás de una mente capaz de planear algo así. No se trató de un crimen pasional ni de un arranque impulsivo: fue un acto calculado, frío, sin rostro, dirigido contra la humanidad entera. Porque cualquiera pudo haber sido la víctima. Ese detalle es el que más estremece: la aleatoriedad.
Y aquí es donde surge la pregunta más incómoda: ¿hasta qué punto podemos confiar en la humanidad? Queremos creer que el bien pesa más que el mal, que la mayoría de las personas son nobles y buscan vivir en paz. Y sí, probablemente así sea. Pero bastan unos cuantos actos oscuros para sembrar la desconfianza en millones. Desde aquel caso, el mundo de los medicamentos cambió para siempre: sellos de seguridad, empaques inviolables, campañas de prevención. Fue necesario blindar la confianza porque alguien decidió traicionarla.
Mi viaje terminó, llegué a Mexicali, comí delicioso y disfruté a mi familia. Pero en el fondo me quedé con esa sensación inquietante: vivimos en una especie de pacto silencioso de confianza mutua, y cuando alguien lo rompe, nos damos cuenta de lo frágil que es todo. Quizás esa es la verdadera lección de aquel crimen sin resolver: que la humanidad camina sobre hilos invisibles de fe, y que basta una tijera en manos equivocadas para recordarnos lo vulnerables que somos.
NOS VEMOS A LA PROXIMA.

