Emprendimiento Puro

Hay quienes dicen que fumar un puro cubano es un lujo, una experiencia que requiere calma, paciencia y cierto nivel de sofisticación.

Yo digo que ser emprendedora es lo mismo, pero sin la calma y con mucho menos glamour. Porque si alguien me hubiera explicado que prender un negocio se parecía tanto a prender un puro, tal vez me hubiera comprado un encendedor más grande antes de empezar.

Para empezar, está el ritual de encenderlo. Un puro no se prende de golpe como un cerillo en la oscuridad. Hay que girarlo, cuidarlo, darle espacio para que el fuego agarre parejito.

Igual que cuando uno inicia un negocio: la idea brilla en tu cabeza, pero si no le das aire, tiempo y dedicación, se te apaga en la primera semana y lo único que queda es un olor raro a fracaso.

Después llega el primer jalón. Con el puro, ese momento inicial es engañoso: parece suave, pero en realidad puede darte un golpe inesperado en la garganta. Así pasa cuando arrancas un proyecto: el entusiasmo te hace pensar que todo será ligero y fácil, hasta que descubres trámites, permisos, clientes indecisos y proveedores que desaparecen misteriosamente cuando más los necesitas. Y ahí estás, tosiendo, preguntándote si valía la pena.

Pero claro, la clave está en la paciencia. Un puro cubano no se fuma en cinco minutos. No es cigarro de esquina, es experiencia lenta. Igual que emprender: si quieres resultados inmediatos, mejor vete por unas papitas. Los negocios toman tiempo, energía y, sobre todo, la capacidad de aguantar sin desesperarte cuando parece que nada avanza. Porque si lo fuerzas, se quema mal. Si lo dejas descuidado, se apaga. Lo mismo pasa con tu empresa.

Y no olvidemos lo caro del puro. Todo el mundo sabe que no es barato. Igual que ser emprendedora: inviertes en un logo, en una oficina, en mil cosas que la gente a tu alrededor te dice que “no son necesarias”. Ellos no entienden que detrás de ese gasto hay una apuesta, un sueño, y un poquito de locura. A veces te ven como si hubieras gastado tu sueldo en humo… y pues sí, pero un humo que te hace feliz.

Luego está el ambiente social. Con un puro cubano en la mano, la gente asume que sabes de la vida, que tienes historias interesantes, que perteneces a un club exclusivo. O que te crees la María Félix.

Con un negocio, la gente también asume cosas: que eres tu propio jefe (mentira, tus clientes son tus jefes), que no tienes horarios (mentira, trabajas 24/7), y que ya eres millonaria (mentira, a veces ni para el café y vieran mis calzones).

Lo mejor de todo, sin duda, es la satisfacción final. Terminar un puro cubano es quedarte con el sabor de algo fuerte, con carácter, que requirió tu tiempo y atención. Terminar una etapa en tu negocio, aunque sea chiquita, te deja la misma sensación: que valió la pena, que cada jalón tuvo su propósito, y que sobreviviste al humo, a la tos y al gasto.

Al final del día, ser emprendedora es como fumar un puro cubano: difícil de conseguir, complicado de mantener, pero delicioso de vivir. Eso sí, con la diferencia de que cuando el puro se apaga, ya no hay vuelta atrás. En cambio, cuando tu negocio se tambalea, siempre puedes darle otra chispa, otro intento, y volver a encenderlo.

Y créeme, aunque ambos procesos cuestan lágrimas (y a veces maquillaje corrido), la satisfacción de saborearlo hasta el final… vale la pena.

Nos vemos a la próxima. 💕

Esos Misterios sin Resolver

El fin de semana pasado hice un viaje a Mexicali. Como siempre, manejar por esas carreteras a solas me da tiempo para pensar, y normalmente pongo música para que el trayecto se me haga más corto. Pero esta vez decidí probar algo distinto: escuché un podcast. Encontré “Unsolved Mysteries” y me dejé llevar por la curiosidad. Lo que no sabía es que iba a terminar el camino pensando en lo frágil que es la confianza humana.

El primer episodio que me salió fue el del famoso caso de Chicago, a principios de los años 80, cuando un asesino envenenó con cianuro varias botellas de Tylenol. Personas inocentes, que solo buscaban un remedio para el dolor de cabeza o la fiebre, murieron sin imaginar que en esas cápsulas se escondía la muerte. Fue un crimen tan inesperado y absurdo que marcó la historia de la seguridad en productos de consumo. Nadie se lo esperaba, porque ¿quién podría imaginar que alguien, con tanta frialdad, manipularía un medicamento para hacerle daño a desconocidos?

Conforme escuchaba, me invadió un sentimiento extraño. Por un lado, me atrapaba la narrativa del misterio: nunca atraparon al culpable, nunca supieron con claridad quién se atrevió a cruzar esa línea de humanidad. Por otro lado, me llenaba de inquietud pensar que, en el fondo, confiamos a ciegas en tantas cosas todos los días. Compramos medicinas, alimentos, bebidas… y damos por hecho que alguien hizo bien su trabajo, que el mundo está en orden y que no habrá sorpresas mortales en algo tan rutinario.

Esa confianza invisible es lo que sostiene gran parte de nuestra vida. Sin darnos cuenta, caminamos por el mundo depositando fe en los demás: en que el piloto del avión sabe lo que hace, en que el cocinero de un restaurante lavó bien los ingredientes, en que el vecino no tiene malas intenciones, en que un desconocido no envenenó una pastilla. Y, sin embargo, cuando escuchas un caso como el del Tylenol, todo se tambalea. Te das cuenta de lo fácil que es quebrar esa seguridad, de lo vulnerable que somos.

Mientras avanzaba por la carretera rumbo a Mexicali, pensaba en lo doloroso que debió ser para las familias de las víctimas. Personas que jamás imaginaron que lo último que harían en su vida sería tomar un simple analgésico. Pensaba también en la perversidad que hay detrás de una mente capaz de planear algo así. No se trató de un crimen pasional ni de un arranque impulsivo: fue un acto calculado, frío, sin rostro, dirigido contra la humanidad entera. Porque cualquiera pudo haber sido la víctima. Ese detalle es el que más estremece: la aleatoriedad.

Y aquí es donde surge la pregunta más incómoda: ¿hasta qué punto podemos confiar en la humanidad? Queremos creer que el bien pesa más que el mal, que la mayoría de las personas son nobles y buscan vivir en paz. Y sí, probablemente así sea. Pero bastan unos cuantos actos oscuros para sembrar la desconfianza en millones. Desde aquel caso, el mundo de los medicamentos cambió para siempre: sellos de seguridad, empaques inviolables, campañas de prevención. Fue necesario blindar la confianza porque alguien decidió traicionarla.

Mi viaje terminó, llegué a Mexicali, comí delicioso y disfruté a mi familia. Pero en el fondo me quedé con esa sensación inquietante: vivimos en una especie de pacto silencioso de confianza mutua, y cuando alguien lo rompe, nos damos cuenta de lo frágil que es todo. Quizás esa es la verdadera lección de aquel crimen sin resolver: que la humanidad camina sobre hilos invisibles de fe, y que basta una tijera en manos equivocadas para recordarnos lo vulnerables que somos.

NOS VEMOS A LA PROXIMA.