Hay algo gloriosamente rebelde, deliciosamente temerario y un poquitito dramático en sentarse sola en la barra de un restaurante y pedir un trago como lo hacen los hombres.
Es como decirle al mundo: “Sí, vine sola… y no necesito compañía para disfrutar esta cheve bien fría”.
Yo lo llamo mi ritual de empoderamiento. Un pequeño acto de independencia con aroma a nebbiolo y fondo de música bossa nova.
¿Por qué?
Porque sentarse sola en la barra no es cualquier cosa. Es una declaración, un performance, una coreografía secreta que empieza desde que empujas la puerta del restaurante con cara de “sé exactamente lo que estoy haciendo” (aunque por dentro estés dudando si debiste haberte puesto otra blusa).
Todo comienza con la entrada triunfal. Entro como si la barra me estuviera esperando. Paso firme, espalda derecha, ojos al frente… como si tuviera una cita con Toto Wolff en el asiento de al lado.
Spoiler: el único que me espera es el bartender y unos televisores donde estan pasando el beis. Busco mi lugar, ni muy esquina (porque parece que me escondo), ni en medio de gente.
Me siento justo donde puedo ver todo ya que mi pasatiempo favorito es ver gente.
En la barra, soy protagonista, soy la mujer misteriosa que todos creen que tiene una historia. Y sí la tengo, pero casi siempre estoy escribiendo las de los demás menos la mía.
La orden del poder: un trago sin disculpas. Trato de recordar los vinos que mi amigo Arnulfo nos ha enseñado a degustar. Llega el momento de pedir el trago. Y pido un Vodka Tonic porque aunque quiera un tinto, he aprendido que los vinos buenos se piden por botella y no quiero tomar tanto.
Pedir un trago sola no es para “buscar conversación”, es para saborear la libertad. Es para sentir que puedo pagar mi cuenta, mi trago y sin pedirle permiso a nadie. Como lo hacen los hombres… pero con más estilo y mas auto-justificación de que no tiene nada de malo.
Que curioso que es 2025 y hacer algo tan simple como llegar al bar sola tiene que venir acompañado de una justificación. Esa crianza tan estricta creo que morirá conmigo.
Sentarte sola en la barra te convierte en observadora profesional. Está el tipo que presume su reloj mientras le cuenta a la mesera su tercera historia de negocios fracasados. La pareja que ya no se habla pero se ven como diciendo “¿pedimos postre o ya nos separamos?”. El señor cansado del trabajo que no quiere llegar a su casa porque le espera otro tipo de problema.
Y claro, siempre hay uno que pregunta “¿vienes sola?” y dependiendo de quien es le contesto Si o No.
Es que eso de “venir sola” no es sinónimo de soledad. Es sinónimo de decisión. De poder estar contigo misma sin necesidad de validación externa. De saber que tú eres suficiente compañía para disfrutar una bebida, una cena y hasta un brindis por lo que viene.
Mi vodka tonic está delicioso. El gusto por el vodka es de mi abuelo Memo. No por que seamos rusos pero era uno de sus tragos favoritos ademas de los vinos tintos. Lo saboreo, tan refrescante al principio y luego comienza a dar calorcito rico.

Termino el trago como se termina un buen libro: con una sonrisa y una ceja levantada. Pido la cuenta sin apuros, dejo buena propina y me bajo del banco.
Salir sola, sentarte en la barra y pedir tu trago es un acto de poder, sí, pero también de placer. Es saber que no necesitas testigos para pasarla bien. Que puedes ser tu mejor cita, tu mejor compañía, y que no hay nada más sexy que una mujer que se toma el tiempo para disfrutar de sí misma… en la barra, con tacones, y con un trago que habla por ella.
No lo hago seguido, pero me gusta saber que siempre tengo esa opción.
Salud por eso.
NOS VEMOS EL PROXIMO MIERCOLES 🙂




