Sola… en el bar

Hay algo gloriosamente rebelde, deliciosamente temerario y un poquitito dramático en sentarse sola en la barra de un restaurante y pedir un trago como lo hacen los hombres.

Es como decirle al mundo: “Sí, vine sola… y no necesito compañía para disfrutar esta cheve bien fría”.

Yo lo llamo mi ritual de empoderamiento. Un pequeño acto de independencia con aroma a nebbiolo y fondo de música bossa nova.

¿Por qué?

Porque sentarse sola en la barra no es cualquier cosa. Es una declaración, un performance, una coreografía secreta que empieza desde que empujas la puerta del restaurante con cara de “sé exactamente lo que estoy haciendo” (aunque por dentro estés dudando si debiste haberte puesto otra blusa).

Todo comienza con la entrada triunfal. Entro como si la barra me estuviera esperando. Paso firme, espalda derecha, ojos al frente… como si tuviera una cita con Toto Wolff en el asiento de al lado.

Spoiler: el único que me espera es el bartender y unos televisores donde estan pasando el beis. Busco mi lugar, ni muy esquina (porque parece que me escondo), ni en medio de gente.

Me siento justo donde puedo ver todo ya que mi pasatiempo favorito es ver gente.

En la barra, soy protagonista, soy la mujer misteriosa que todos creen que tiene una historia. Y sí la tengo, pero casi siempre estoy escribiendo las de los demás menos la mía.

La orden del poder: un trago sin disculpas. Trato de recordar los vinos que mi amigo Arnulfo nos ha enseñado a degustar. Llega el momento de pedir el trago. Y pido un Vodka Tonic porque aunque quiera un tinto, he aprendido que los vinos buenos se piden por botella y no quiero tomar tanto.

Pedir un trago sola no es para “buscar conversación”, es para saborear la libertad. Es para sentir que puedo pagar mi cuenta, mi trago y sin pedirle permiso a nadie. Como lo hacen los hombres… pero con más estilo y mas auto-justificación de que no tiene nada de malo.

Que curioso que es 2025 y hacer algo tan simple como llegar al bar sola tiene que venir acompañado de una justificación. Esa crianza tan estricta creo que morirá conmigo.

Sentarte sola en la barra te convierte en observadora profesional. Está el tipo que presume su reloj mientras le cuenta a la mesera su tercera historia de negocios fracasados. La pareja que ya no se habla pero se ven como diciendo “¿pedimos postre o ya nos separamos?”. El señor cansado del trabajo que no quiere llegar a su casa porque le espera otro tipo de problema.

Y claro, siempre hay uno que pregunta “¿vienes sola?” y dependiendo de quien es le contesto Si o No.

Es que eso de “venir sola” no es sinónimo de soledad. Es sinónimo de decisión. De poder estar contigo misma sin necesidad de validación externa. De saber que tú eres suficiente compañía para disfrutar una bebida, una cena y hasta un brindis por lo que viene.

Mi vodka tonic está delicioso. El gusto por el vodka es de mi abuelo Memo. No por que seamos rusos pero era uno de sus tragos favoritos ademas de los vinos tintos. Lo saboreo, tan refrescante al principio y luego comienza a dar calorcito rico.

Termino el trago como se termina un buen libro: con una sonrisa y una ceja levantada. Pido la cuenta sin apuros, dejo buena propina y me bajo del banco.

Salir sola, sentarte en la barra y pedir tu trago es un acto de poder, sí, pero también de placer. Es saber que no necesitas testigos para pasarla bien. Que puedes ser tu mejor cita, tu mejor compañía, y que no hay nada más sexy que una mujer que se toma el tiempo para disfrutar de sí misma… en la barra, con tacones, y con un trago que habla por ella.

No lo hago seguido, pero me gusta saber que siempre tengo esa opción.

Salud por eso.

NOS VEMOS EL PROXIMO MIERCOLES 🙂

🍸

La Rueda de la Fortuna

Hay algo casi mágico en subirse a una rueda de la fortuna. No importa si estás en una feria de pueblo, en el muelle de Santa Mónica, en Disney California Adventure o en Las Vegas con luces bailando a tu alrededor: la experiencia es la misma. Te subes, esperas a que todos encuentren su asiento, y entonces, lentamente, la rueda empieza a girar.

Y justo ahí, en ese momento en el que todo va lento, es donde me cayó el veinte: la rueda de la fortuna es una gran lección de vida. Porque no se trata de velocidad, ni de adrenalina, ni de llegar “más alto” primero. Se trata de paciencia, de confiar en el ritmo, y sobre todo, de disfrutar el paseo.

Vivimos en una era donde todo es inmediato. Un clic y ya compraste, otro clic y ya te contestaron. Pero hay cosas —las más valiosas, las que realmente importan— que no se pueden acelerar. El amor, la sanación, los proyectos con alma, las relaciones verdaderas, el crecimiento personal… todo eso toma tiempo. Como la rueda.

Y qué curioso, porque al principio uno quiere que se mueva rápido. Subes con emoción, con esa ansiedad bonita de lo nuevo. Pero la rueda no se apura. Se detiene, deja que otros suban. A veces te toca estar arriba del todo, viendo el mundo desde otra perspectiva. Otras veces estás abajo, esperando que vuelva a girar. Y eso es la vida. Una serie de subidas y bajadas, a su propio ritmo.

Yo he aprendido —a veces a la mala— que apresurar procesos solo trae frustración. Que cuando uno se impacienta, no disfruta. Que hay belleza en el ritmo natural de las cosas. Y que, como en la rueda, no puedes controlar cuánto tarda en llegar tu momento. Solo puedes decidir si lo vives con estrés… o con alegría.

La mejor parte, para mí, es cuando estás arriba. No porque estés “más alto” que nadie, sino porque ahí se abre el panorama. Ves luces que antes no notabas, detalles que solo se revelan con distancia. Y claro, sabes que no vas a quedarte ahí para siempre. Pero eso lo hace más especial.

Me gusta pensar que la rueda también te enseña humildad. Porque así como subes, también bajas. Y no pasa nada. El juego sigue, el ritmo no se detiene. Es parte del ciclo. Lo importante es seguir presente, ver a tu alrededor, compartir la cabina con quien elegiste subir, o incluso, disfrutar tu propia compañía si vas sola.

A veces la vida nos pone en una cabina que no elegimos. A veces el panorama no es tan bonito como esperábamos. Pero incluso ahí, hay lecciones. Hay pausas necesarias, silencios que curan, vistas distintas que no habríamos descubierto si todo fuera en línea recta.

Otras veces nos hace esperar a que “todos se suban a tu proyecto”, que te alcancen en tus metas o se sincronicen con tus ideas. Y la Rueda de la Fortuna nos enseña que no puedes girar rápido hasta que todos las cabinas esten ocupadas.

Así que la próxima vez que te sientas “atascada”, que sientas que todos avanzan menos tú, piensa en la rueda. No te bajaste. Solo estás en la parte del viaje donde se ve diferente. No te desesperes. Tu momento de subir otra vez llegará.

Y cuando lo haga, recuerda mirar alrededor. Agradece el camino, el proceso, el tiempo. No todos se atreven a subir, no todos saben esperar. Tú sí.

Porque la vida no se trata solo de llegar. Se trata de girar, de detenerse, de mirar, de respirar profundo cuando estás en lo alto… y de sonreír cuando vuelvas a empezar.

Y si nos ponemos a analizarlo profundamente, el que primero se sube, primero se baja. Te guste o no.

NOS VEMOS EL PROXIMO MIERCOLES 🙂

No más herramientas…

Leí lo siguiente:

“No necesito más herramientas, necesito menos fricción”… me explotó el cerebro (y el corazón también).

Todo comenzó un martes cualquiera. Ya sabes, ese tipo de día donde tienes 27 ventanas abiertas, 15 apps de productividad descargadas y una lista de pendientes que parece escrita por un enemigo.

Ahí estaba yo, buscando LA herramienta definitiva que me haría más organizada, más eficiente, más… menos yo.

Y de pronto la vi. Esa frase. En mayúsculas, subrayada, como si Dios mismo me la hubiera mandado en un post de LinkedIn:

“No necesito más herramientas, necesito menos fricción.”

¡PUM!

Sentí un golpe directo al ego. Una bofetada con guante blanco digital. Porque claro que necesito herramientas, ¿no? ¿Qué haría yo sin mi calendario, mi app de recordatorios, mis documentos compartidos, el CRM (imaginario a veces), el correo, el WhatsApp, el grupo de WhatsApp del grupo de WhatsApp…?

Pero ahí estaba la maldita frase, viéndome con una ceja levantada y diciendo:

“¿Y de qué te sirve tanto si igual sigues en el caos, Ginita?”

Me quedé pasmada. Cerré todas las ventanas en mi celular (bueno, dejé Spotify) y me puse a pensar: ¿cuántas veces he perdido media hora organizando lo que tengo que hacer, en lugar de simplemente hacerlo? ¿Cuántas veces me he bajado una nueva app porque la anterior no “fluía”, cuando en realidad el problema era que tenía que meterle diez pasos para hacer una tarea sencilla?

Spoiler: no era la herramienta. Era la fricción.

Fricción como esa vocecita que te dice que no empieces porque no va a quedar perfecto.

Fricción como tener que buscar tres veces una contraseña que sabes que está “por ahí”.

Fricción como el síndrome del impostor disfrazado de “solo necesito otro curso para estar lista”.

Fricción es buscar culpables de no avanzar en lugar de aceptar la culpa propia.

La frase me hizo entender que a veces somos como ese señor que compra herramientas carísimas para arreglar la gotera… pero nunca se sube a la escalera.

¿Y sabes qué hice después de ese mini despertar espiritual?

*No, no me volví minimalista digital.

*No, no borré todas mis apps y me fui a meditar al bosque.

Pero sí hice algo revolucionario:

Eliminé todo lo que no estaba ayudando a fluir.

Saqué las herramientas duplicadas, las que no entendía, las que usaba solo por moda (o que vi en un video de TikTok).

Y me quedé con lo que sí uso. Con lo que realmente me ayuda a avanzar sin sentir que estoy empujando un burro cuesta arriba.

Desde entonces, cada vez que me tiento a descargar una cosa más para “ser más productiva”, repito mi nuevo mantra:

No necesito más herramientas. Necesito menos fricción.

(Esta frase aplica a todo: trabajo, salud, amores, pero eso es otra historia).

GRACIAS POR LEERME

Borrón.. y ¿cuenta nueva?

A veces me despierto con una sensación difícil de describir. Es una mezcla de admiración, miedo y nostalgia por un mundo que cambia demasiado rápido. Me asombra la inteligencia artificial y su capacidad de aprender, de responder, de generar, de replicar lo humano… pero también me da miedo.

Miedo de que crezca tanto, tan rápido, que llegue un día en que las generaciones futuras no sepan o peor aún, no valoren, todo lo que significó llegar hasta aquí como seres humanos.

Me preocupa que en la obsesión por perfeccionar algoritmos, automatizar procesos, digitalizar sentimientos, se pierda algo fundamental: la memoria.

No la memoria digital, que acumula terabytes de datos, sino la memoria emocional, cultural, vivencial. Me asusta que dentro de cien años alguien le pregunte a una máquina cómo se vivía en el siglo XX o XXI y que la respuesta no esté basada en la experiencia humana real, sino en una interpretación creada a partir de patrones, cifras y promedios. La historia de nuestra humanidad no es una serie de hechos ordenados cronológicamente.

Es lucha, contradicción, pasión, errores, arte, música, olor a tierra mojada, cartas escritas a mano, canciones que curaron el alma, guerras que marcaron generaciones, manos que se unieron para construir sin saber si funcionaría, pero con fe.

¿Podrá una máquina contar eso? ¿Podrá entender la diferencia entre una madre enseñando a leer a su hijo a la luz de una vela y un programa de lectura automatizado? Siento que estamos en un punto crítico.

Por un lado, la tecnología nos ha dado herramientas impensables. Podemos comunicarnos con alguien del otro lado del mundo en segundos, podemos traducir idiomas al instante, diagnosticar enfermedades con precisión quirúrgica, escribir libros enteros en minutos (como gente que conozco que ahora se creen autores porque usan Chatgpt).

Pero por otro lado, si no tenemos cuidado, esas mismas herramientas podrían silenciar las voces que construyeron el camino. Tengo miedo de que la inteligencia artificial, si no se usa con consciencia, reemplace no solo lo que hacemos, sino lo que somos.

Que un día no se lean más cartas de amor porque los jóvenes prefieran mensajes escritos por un algoritmo “más romántico”; que no se escuchen discos de vinilo porque ya nadie entienda la emoción de poner una aguja sobre una canción; que se olviden los rostros de nuestros abuelos porque ya no hay necesidad de álbumes, ni de memoria, ni de historias contadas en la cocina.

No quiero que se borre la historia. No quiero que las futuras generaciones vivan solo con datos, sin emociones que den contexto. Porque hemos sido maravillosos. La humanidad, con todos sus errores, ha creado cosas hermosas: desde las pinturas rupestres hasta las sinfonías de Beethoven, desde las luchas sociales por la libertad hasta la exploración del espacio. Cada paso ha sido una mezcla de dolor, descubrimiento y amor.

¿Dónde quedará todo eso si solo importan los resultados y no el proceso? Lo que más me duele imaginar es un futuro donde ya no se valore el proceso de evolución. Donde aprender ya no sea una experiencia humana, sino una descarga de datos. Donde las ideas no nazcan de la intuición o la imaginación, sino de predicciones estadísticas. Donde ya nadie se equivoque porque todo fue optimizado para evitar errores, cuando justamente fueron los errores lo que nos enseñaron a ser mejores.

No estoy en contra del progreso (porque no falta quien me diga “¡ay Gina, no quieres mejorar!”). Al contrario, admiro la mente humana que ha hecho posible que una máquina escriba, pinte o incluso hable con emoción simulada. Pero temo que, si no ponemos límites, si no dejamos bien claro lo irremplazable de lo humano, terminemos por borrar todo aquello que nos hace únicos.

La historia no debe ser contada por quienes no la vivieron. La inteligencia artificial puede ser una herramienta, sí, pero nunca debe convertirse en el narrador oficial del alma humana. Porque hay cosas que no se pueden replicar: el temblor de una voz al contar una anécdota, la mirada brillante de quien recuerda a su primer amor, o el silencio que guarda una madre al ver crecer a sus hijos, o esas mariposas en el estómago cuando besas por primera vez ese amor imposible.

Mi mayor miedo no es que la IA nos reemplace, sino que nos olvide. Que seamos tan eficientes, tan rápidos, tan “inteligentes”, que dejemos de ser humanos. Que nos saltemos el viaje por llegar antes al destino, sin darnos cuenta de que el viaje era lo más hermoso.

Por eso escribo esto. Para dejar una huella. Para que, si algún día una máquina intenta contar nuestra historia, encuentre entre sus datos algo como esto: una voz humana, temerosa pero apasionada, que supo valorar el milagro de haber evolucionado con errores, con sueños, con corazón.

NOS LEEMOS A LA PROXIMA. 🙂

La Sed…

No he tenido tiempo de leer un buen libro y la verdad culpo a TikTok. Pero si leo cosas que la gente publica.

A veces son memes muy chistosos (o muy simples que no me dan risa, jaja) pero luego, de vez en cuando, me encuentro uno que me llega hasta el fondo de mi corazón y me deja pensando.

Leí lo siguiente esta semana:

“Nunca tengas tanta sed que bebas de todo vaso que te ofrezcan. Así te envenenan”

Y pues la verdad, eso de “nunca tengas tanta sed que bebas de todo vaso que te ofrezcan” no es solo cosa de bebidas, es un consejo sabio disfrazado de refrán. Básicamente te está diciendo: **¡no andes aceptando cualquier cosa solo porque estás necesitado!**

Imagínate que traes una sed ‘de aquellas’, tipo “cruzaste el desierto en chanclas”. Llega alguien y te da un vaso con líquido. Pero tú, sin olerlo, sin ver si tiene burbujas raras o si el vaso está medio sospechoso… ¡te lo empinas de un jalón! Y tómala: era veneno, o peor, una cheve caliente.

Pues así pasa en la vida: hay momentos donde tienes hambre de amor, de atención, de trabajo, de amistad, de oportunidades… y si no te pones abusado, acabas aceptando cosas o personas que no te hacen bien solo por llenar el huequito.

Y sí, lo que aceptaste con tanta emoción al principio, luego te anda intoxicando el alma, la dignidad y hasta el WiFi emocional. Te envenenas con malas relaciones, chamba tóxica, amistades falsas o decisiones que te salen más caras que una tanda mal organizada.

Así que el punto es: **sí, puedes tener sed, pero no andes bebiendo cualquier cosa nomás por desesperado.** Mejor espérate tantito, busca un buen trago (de agua potable, emocionalmente hablando) y no pongas en riesgo tu paz por saciar una necesidad momentánea.

¡Hidrátate con criterio, pues! (o con una IPA)

Más fácil hacerlo Mal.

¿Y si mejor no lo hacemos bien? Total, así es más fácil… ¿no?

A ver, seamos honestos: hacer las cosas bien es un arte, una ciencia, una disciplina… y una friega. No es que uno no quiera ser responsable, comprometido y profesional. No. Es que a veces —muchas veces— simplemente parece que la vida conspira para que no te den ganas de hacer absolutamente nada bien.

Primero que nada, hacer las cosas bien implica pensar. ¡Pensar! Y eso ya es pedir demasiado. Pensar significa planear, organizar, anticipar problemas y, peor tantito, solucionarlos. ¿Quién tiene tiempo para eso cuando uno apenas tiene energía para sobrevivir al lunes?

Además, hacer las cosas bien implica tiempo. Y no me refiero a una horita mientras ves memes. No, es tiempo de verdad. Horas de enfocarse, corregir errores, checar detalles, volver a empezar si algo salió mal. ¿Y si en lugar de todo eso me echo una siestecita de “cinco minutos” que mágicamente se convierte en tres horas? Suena más tentador.

Otro problema es la motivación. Uno empieza el lunes con toda la actitud: “¡Esta semana sí voy a hacer todo bien!” Y para el martes a las 11:00 a.m. ya estás cuestionando todas tus decisiones de vida mientras te preguntas si puedes sobrevivir solo con café y chismes de TikTok. ¿Qué pasó con el entusiasmo? Pues que se lo llevó la rutina, la flojera y el hecho de que nadie te aplaude cuando haces las cosas bien… pero todos notan cuando la riegas.

Hacer las cosas bien también requiere compromiso. Y el compromiso da miedo. Porque si te sale bien una vez, ¡ahora lo esperan siempre! O sea, ¡una sola vez haces algo bien y ya te quieren poner de ejemplo en la junta! No, gracias. Prefiero mantener las expectativas bajitas para que nadie se sorprenda cuando no entrego nada.

Además, ¿han notado que hacer las cosas mal a veces es hasta más divertido? Te echas un chisme mientras haces el trabajo a medias, improvisas, sobrevives al caos, y si te preguntan, siempre puedes decir: “¡Ups, se me fue el detalle!” y ya. Con carita de ternura y voz de víctima, se resuelve casi todo.

Ahora, no me malinterpreten. No estoy promoviendo la mediocridad (bueno, tal vez tantito). Solo digo que, en el fondo, todos sabemos que hacer las cosas bien es noble, correcto y admirable… pero no siempre es la opción más fácil. Y como buenos seres humanos que somos, siempre estamos buscando el camino de menor resistencia. Llámalo instinto de conservación, flojera estratégica o talento para la improvisación.

Cosas que me gustaría a veces no hacer bien:

  • Maquillarme y luego desmaquillarme en la noche
  • Contestar cuando tengo una opinión diferente
  • Estacionarme dentro de las lineas en los centros comerciales
  • Sacar la ropa de la secadora inmediatamente
  • Respetar mi turno en una fila
  • No saludar a los que se que no les caigo
  • Publicar en mis redes sociales con toda la honestidad
  • Gastar dinero solo en mi
  • Llorar por nada
  • Tener tiempo para mi
  • Dar explicaciones
  • Creer en el amor de nuevo, especialmente el propio
  • Dar propinas
  • Defenderme de los que me quieren tumbar
  • Tener expectativas

Así que la próxima vez que alguien diga: “Hazlo bien o no lo hagas”, yo solo responderé: “Entonces mejor no lo hago. Porque hacerlo bien… ¡está muy difícil y ahorita no quiero!”

¡NOS VEMOS A LA PROXIMA!

Lo Frágil del Tiempo

Mi papá va a cumplir 30 años que se murió. Tenía 49 años. Quizá por eso lo he estado recordando estos días. No me pone triste porque ahora cuando pienso en él, es una lucha de mi mente por recordar su voz y su mirada. No me da tiempo de ponerme triste porque mi enfoque está en no olvidarlo.

Mientras pensaba en mi papá, saqué cuentas. Llegamos de Hermosillo a vivir a Mexicali en 1984. Mi papá murió en 1995.

No tienen idea lo que me afectó entender que solo vivimos 11 años en Mexicali con mi papá. Yo pensaba que era una eternidad lo que estuvimos con él. “Toda una vida”. Y pues, ahora viendo las cosas, no fue así.

Hay una verdad silenciosa que todos eventualmente enfrentamos: la fragilidad del tiempo. Cuando somos jóvenes, los días parecen interminables, los veranos se hacen eternos y esperar una semana por algo se siente como una vida entera. Pero a medida que envejecemos, el tiempo parece escaparse entre nuestros dedos cada vez más rápido. Los meses se difuminan, los años pasan en instantes, y nos preguntamos: ¿Dónde se fue el tiempo?

Esto no es solo imaginación; es una experiencia psicológica real. Una explicación radica en cómo percibimos el tiempo en relación con nuestra edad. A los cinco años, un solo año representa el 20% de tu vida. Pero a los 50, ese mismo año es solo el 2%. De esta manera, nuestro cerebro mide el tiempo proporcionalmente, lo que puede hacer que cada año que pasa se sienta más corto que el anterior. También está el tema de la novedad. De niños, casi todo lo que encontramos es nuevo: nuestro primer día de colegio, nuestra primera excursión a la playa, nuestra primera amistad. Estas nuevas experiencias crean recuerdos vívidos y una sensación de expansión en el tiempo.

Como adultos, muchos de nuestros días empiezan a seguir rutinas familiares y menos momentos sobresalen. El tiempo, entonces, se siente comprimido no porque transcurra más rápido, sino porque se forman menos recuerdos únicos. El ritmo de la vida moderna también influye. La tecnología nos mantiene constantemente conectados y en constante movimiento: correos electrónicos, mensajes de texto, plazos, notificaciones de redes sociales.

Siempre estamos demasiado ocupados como para tomarnos tiempo para simplemente estar. Nuestra atención se fragmenta, y cuando no nos tomamos el tiempo para estar presentes, los momentos pasan desapercibidos. Los días se llenan, pero no siempre con cosas que dejen impresiones duraderas.

Emocionalmente, la fragilidad del tiempo se hace más evidente al ver a las personas a nuestro alrededor crecer, a los niños convertirse en adolescentes, a los seres queridos fallecer.

Estas transiciones nos recuerdan que el tiempo no solo es precioso, sino también fugaz. Empezamos a medir el tiempo menos en minutos y más en recuerdos, logros y conexiones significativas. Pero en lugar de temer el rápido paso del tiempo, quizás podamos cambiar nuestra relación con él. La solución no es intentar ralentizar el tiempo, sino ser más conscientes de cómo lo empleamos.

Estar presente, crear nuevas experiencias, expresar gratitud y cultivar relaciones pueden ayudar a extender el tiempo de forma significativa.

Sal a caminar sin el teléfono.

Cena con alguien sin distracciones.

Empieza algo nuevo.

Lee mis blogs.

Vuelve a sentir curiosidad.

Cuando nos entregamos plenamente al momento, el tiempo se centra menos en el reloj y más en la profundidad de la experiencia. El tiempo seguirá avanzando: frágil, fugaz, imparable. Pero dentro de esa fragilidad reside un regalo silencioso: la oportunidad de vivir con dedicación. De llenar nuestras vidas no solo con el paso de los días, sino con la riqueza de estar verdaderamente vivos en ellos.

Gracias por leerme y una disculpa por no escribir (este blog) mas seguido.

Nos vemos a la próxima.

El “Rerouting”…

La vida es como un sistema de navegación GPS. Marcamos nuestro destino, fijamos la vista en dónde queremos ir y emprendemos el viaje con confianza. A veces, el camino está despejado: carreteras lisas, semáforos en verde y caminos conocidos. Otras veces, nos topamos con desvíos inesperados, zonas de construcción o tomamos un giro equivocado. Pero, como un GPS, la vida no nos abandona. No nos dice: “Has fracasado. Vuelve al principio”. En cambio, anuncia con calma: “Rerouting o Redireccionando”.

De joven, creía que mi camino era recto y sencillo. Tenía sueños, metas y una visión clara del éxito. Pensaba que si seguía los pasos correctos (estudiar mucho, conseguir un buen trabajo, hacer los contactos adecuados), llegaría a mi destino sin problemas. Pero la vida tenía sus propios planes.

Recuerdo el primer gran desvío: perder a mi papá y abuelo y tío el mismo año. Me sentí varada, como si hubiera perdido la salida y hubiera terminado en un barrio desconocido. Me invadió el pánico y la duda me decía que nunca encontraría el camino de vuelta. Pero, como un GPS que se recalibra cuando te desvías de la ruta, encontré un nuevo rumbo…aprendí que la familia es lo mas importante.

Luego vinieron las relaciones: otro viaje lleno de giros inesperados. Me enamoré, imaginé una vida con alguien y planifiqué un futuro que parecía tan seguro. De nuevo, la vida me susurró: “Redireccionamiento”. Me tomé un tiempo para sanar, para comprenderme mejor y para redescubrir lo que realmente quería.

A veces, el redireccionamiento lleva más tiempo del esperado. Me frustra sentir que doy vueltas en círculos o retrocedo. Pero he aprendido que cada camino, incluso los inesperados, me enseña algo nuevo. Tal vez necesitaba ese giro equivocado para ganar perspectiva o desarrollar resiliencia.

Hay momentos en que me resisto obstinadamente, convencida de que mi camino es el único. El GPS nunca se enoja ni me juzga; simplemente recalcula, ofreciendo una nueva ruta cada vez que me desvío. La vida también es así. Es paciente y nos da innumerables oportunidades para reencontrarnos.

Una de las lecciones más importantes que he aprendido es confiar en el desvío. No significa fracasar, significa adaptarse. Significa soltar el plan rígido que tenía en la cabeza y permitirme explorar territorio inexplorado. A veces, la ruta panorámica es más hermosa que la carretera. A veces, el desvío me lleva a un lugar que nunca supe que debía visitar.

Así que ahora, cuando la vida me sorprende con un cambio repentino o un desafío inesperado, respiro hondo y recuerdo: “Redireccionar”. Es simplemente un nuevo camino hacia el mismo destino, o quizás uno mejor. No importa cuántas veces tenga que recalcular, seguiré adelante, sabiendo que el viaje es tan importante como el destino.

Nos vemos pronto.

The Assault in New Orleans!

Ah, New Orleans!

A city bursting with vibrant culture, exquisite cuisine, and unforgettable experiences. As it does every year, La Revista Binacional had a significant presence at the Super Bowl, blending Latino passion with the excitement of this monumental sporting event.

We arrived in a place where music fills the air, history whispers through the streets, and the electric hues of Mardi Gras mixed with the neon spectacle of this year’s Super Bowl. With a packed agenda, we set out to explore, indulging in alligator gumbo and savoring the legendary beignets that make this city a food lover’s paradise.

We came ready to take over New Orleans with our curiosity—only to find ourselves taken over instead.

A Welcome We Didn’t Expect

Our first official stop was MEDIA NIGHT at the New Orleans Saints stadium. We were staying at the famous Hotel Monteleone, a historic gem rumored to be haunted by the ghost of a child who roams its halls at night. With its ornate décor and old-world charm, it felt like stepping into 17th-century France.

Since the stadium wasn’t within walking distance, we called an Uber.

$8.98 from the hotel to the stadium? Seemed like a great deal.

Enter Steve.

A quintessential gringo—blond, friendly-looking—picked us up in a blue Honda Odyssey. The paint was a little worn, but then again, so was much of the city, its faded charm only adding to its character. The Louisiana plates read 650GLC.

Rafael and I struck up a conversation with him. He talked about his favorite things, we chatted about the Chargers and Drew Brees, and everything seemed normal. Obviously, he pegged us as out-of-towners—our accents and my back-and-forth in Spanish with Rafa made it clear.

Then, my phone buzzed.

The Uber app notified me that the driver—Steve—had changed the route.

I didn’t think much of it. After all, the city was swarming with security—police, soldiers, surveillance everywhere. What could possibly happen?

But then, I looked out the window.

My stomach dropped.

Steve slowed the van to a stop, and Rafa and I found ourselves under a bridge in what can only be described as skid row. The scene outside was grim—people sprawled out, strung out, lost in their own worlds.

Then Steve turned to us.

“Well, the app says I have to drop you off here.”

Excuse me?

“Well, my app says no. You need to take us to the stadium.”

Steve smirked. “Yeah… that’s not gonna happen.”

My mind started racing. Alright, fine. I’ll just request another ride from here.

“Well,” Steve said, “I’m not ending the trip, so you won’t be able to call another Uber.”

I pulled out my phone—he was right. As long as my ride was still “active,” I couldn’t request a new one. The only option available was to order an Uber for my kids back home, but not for myself.

And then he laid it out for us.

“So, you’ve got two options: get out here—which, trust me, won’t be good for you—or you give me all the cash you’ve got.”

I glanced at Rafa, waiting for his tough guy from the streets of Tijuana energy to kick in. He looked back at me and quietly handed me two dollars.

TWO.

I was fuming.

“I’ve got $15 and 500 pesos total,” I told Steve, hoping the pesos would throw him off.

He wasn’t interested. He wanted $20, but in the end, he settled for the $15 and let us go.

The second we got near the stadium, we jumped out of that van like our lives depended on it. We walked in silence for a few moments, and then, in a flood of frustration, we unleashed every bad word we knew.

But Rafa, with his steady calm, had done the smartest thing—stayed quiet, avoided confrontation, and got us out safely.

The worst part?

Our EGO took the biggest hit. We’d just been robbed by a guy who looked like Ned Flanders from The Simpsons.

Ned Flanders

We had been too trusting. Too overconfident. And suddenly, I started thinking about all the young people—especially women—who get into Ubers and Lyfts, assuming they’re safe.

You really can’t trust anyone.

We had to down a beer to calm ourselves, and we had to laugh when Steve—our dear Steve—had the audacity to send me a link asking for a tip.

Uber didn’t handle my complaint until I was already out of New Orleans, but they’re refunding my money.

And that’s how New Orleans mugged us—yet still managed to enchant us.

Would I Go Back? Absolutely.

Next time, I want to bring my kids—to explore the cemeteries, talk to voodoo witches, and truly dive into the mystique of this swampy city where eating a crocodile taco is just another Tuesday.

For Spanish:

El Asalto de New Orleans

¡Ah, Nuevo Orleans!

Una ciudad famosa por su vibrante cultura, exquisita gastronomía y experiencias únicas. La Revista Binacional, como ya lo hace cada año, tiene una participación importante en cada Super Bowl donde fusionamos lo Latino con este deporte y evento tan importante.

Llegamos a la ciudad donde la cultura es rica, la música vibrante y los coloridos de mardi gras junto con lo fosforescente de los colores del super tazón de este año.

Fuimos con la agenda llena en la semana, comimos gumbo de cocodrilo y saboreamos beignets increíbles.

Llegamos con la intención de asaltar la ciudad con nuestra curiosidad, pero los asaltados fuimos nosotros.

El primer día, teníamos el MEDIA NIGHT en el estadio de los Saints de New Orleans. Nuestro hotel, el MONTELEONE, que por cierto dicen que está embrujado y se aparece un niño que se murió allí, nos hizo sentir que estábamos en Francia en el siglo 17.

No quedaba cerca del estadio por lo que fue necesario tomar un UBER.

$8.98 dólares del hotel al estadio se me hizo muy bien.

Nos subimos al Uber, de Steve, un gringo de verdad, muy rubio y tenía cara de buena gente. Era un Honda Odyssey azul (la pintura medio gastada, pero todo el pueblo es así, despintado) y las placas eran 650GLC de Louisiana.

Rafael y yo le platicamos y el también nos decía lo que le gustaba, hablamos de los Chargers y del Drew Brees.

Obviamente se dio cuenta que éramos de fuera, por nuestro acento tal vez mexicano y porque con Rafa yo hablaba en español.

Seguíamos platicando y en eso mi teléfono vibró y la app de UBER me avisa que el conductor (o sea el Steve) había cambiado la ruta.

No le hice mucho caso porque la verdad toda la ciudad estaba llena de vigilancia y policías y soldados para que todo fuera una seguridad increíble.

En eso, al ver por la ventana, mi corazón se me hundió y se me fue a la punta del dedo gordo del pie. Me acalambré.

Steve se estaciona y Rafa y yo vemos que estamos debajo de un puente donde se encontraba gente muy fea, drogada, ‘vagos’ y la verdad horrible.

“Pues la aplicación me dice que debo de bajarlos aquí”, nos dice Steve.

Y yo: “Pues mi app me dice que no. Que nos debes de llevar hasta el estadio”.

Y Steve nos dice: “Pues no se hace”

Y yo: “Pues voy a pedir un viaje de aquí al estadio y tú lo agarras”

Y me dice el Steve: “Pues no voy a culminar el viaje así que no vas a poder pedir otro Uber”

Rápidamente lo traté de hacer y efectivamente solo me dejaba pedir un Uber a mis hijos porque yo seguía activa en mi viaje actual.

“Entonces tienen dos opciones: bajarse aquí donde de seguro no les va bien porque es una area peligrosa de la ciudad o me pueden dar todo el efectivo que traigan”

Yo voltee a ver al Rafa porque pues siempre dice que es de las calles rudas de Tijuana y el otro callado. Me dice “traigo dos dólares” y me los da.

Yo estaba super enojada.

“Pues nomas traigo en total $15 dólares y $500 pesos”, le dije al Steve.

Steve quería $20 pero al final aceptó los $15 y a los pesos los ignoró.

Nos bajamos casi corriendo del Uber en cuanto llegamos al estadio y toda la caminada de la calle a la entrada del estadio íbamos encabr%$#@dos diciendo todas las malas palabras que nos sabemos.

Quiero agradecer al Rafa su tranquilidad porque eso nos protegió y entendí que fue muy inteligente quedarse callado y no pelearse.

Lo que mas nos dolió fue el EGO de que nos asaltara un güero con cara del Ned Flanders de los Simpson.

Nos agarró super confiados y me puse a pensar en tantos jóvenes y sobre todo niñas que se suben muy tranquilas a los Ubers y Lyft.

No se puede confiar en nadie.

Nos tuvimos que tomar una buena cervecita para el susto y nos dio mucha risa que todavía el Steve me manda un enlace para que le diera su propina en la aplicación de UBER.

UBER recibió mi queja hasta que ya no estaba en New Orleans y me va a regresar todo el dinero.

Y es así como New Orleans nos asaltó, pero al mismo tiempo nos maravilló con lo diferente que es.

Si quiero volver, con mis hijos, para ahora si dedicarme a explorar los cementerios, platicar con las brujas acerca del vudú y realmente conocer la vida de esa ciudad empantanada donde echarte un taco de cocodrilo es lo más normal del mundo.

NOS VEMOS EL PROXIMO MIERCOLES 😊