La Nostalgia de los Cohetes

No esperaba llorar en Disneyland.
Mucho menos frente al castillo.

La Navidad siempre tiene esa trampa: uno cree que va a celebrar el presente, pero termina encontrándose con el pasado. Las luces, la música, los aromas dulces en el aire… todo conspira para abrir cajones que uno cree bien cerrados. Y entonces sucedió. Los cohetes comenzaron a iluminar el cielo sobre el castillo de Disneyland y, al mismo tiempo, una canción melancólica empezó a sonar. Sin aviso, algo dentro de mí se quebró suavemente.

No fue tristeza. Fue memoria.

La música, lenta, nostálgica, casi susurrada, parecía abrazar cada explosión de luz en el cielo. No acompañaba el espectáculo: lo guiaba.

Cada nota me llevaba más lejos, más atrás en el tiempo, a una época donde la vida era simple y la felicidad no necesitaba explicaciones. Volví a ser niña. Volví a caminar de la mano de mi hermana, a correr con mis primos, a reírnos sin razón aparente. Volví a ese tiempo en el que lo único importante era estar juntos.

Recuerdo nuestras carcajadas, las filas interminables que no parecían largas, el cansancio que no pesaba. Recuerdo la sensación de seguridad absoluta, esa que solo se tiene cuando eres niño y no sabes, ni te importa, lo complicado que puede volverse el mundo. Éramos un pequeño universo, completo y perfecto en su propia lógica.

Los cohetes seguían explotando y las canciones navideñas continuaban, tocando fibras que creía dormidas. Cada luz era un recuerdo. Cada acorde, una imagen: una Navidad más sencilla, un abrazo largo, una foto borrosa, un “¿otra vez?” dicho entre risas. Mi hermana ahí, siempre. Mis primos, cómplices de travesuras y sueños. Yo, sin saber que esos momentos se convertirían algún día en refugio.

Lloré porque entendí algo importante: no estaba llorando por lo que se fue, sino por lo que permanece. Porque esos recuerdos siguen vivos en mí. Porque esa niña sigue habitando mi corazón, aunque ahora camine con otras responsabilidades, otras heridas, otras certezas.

Disneyland tiene esa magia engañosa: te promete fantasía, pero te entrega verdad. Te recuerda quién fuiste, quién eres y todo lo que amas sin darte cuenta. El castillo no fue solo un castillo esa noche; fue una puerta. Y la canción, junto a los cohetes, fue la llave.

Cuando el último destello se apagó y la música se desvaneció, respiré hondo. Me sequé las lágrimas. Sonreí. Porque entendí que crecer no significa olvidar, y que la Navidad, a veces, no se celebra con regalos, sino con recuerdos que siguen brillando dentro de nosotros.

Esa noche, frente al castillo, regresé a mi niñez. Y esa niñez estaba hecha de risas, de primos, de mi hermana… y de una canción que me recordó que la magia sigue viva..

¡Feliz Navidad!

Les dejo un video de los cohetes (no es mío, es de Youtube).

https://youtu.be/fr7nuatT98s?si=uSAtHch5sLkJeWu3

25 Agradecimientos este 2025

1. Por mi café mañanero, porque a eso me levanto.

2. Por La Revista Binacional, porque me recuerda todos los sentimientos que un humano puede tener, a veces todos al mismo tiempo, el mismo día. A todo el equipo, gracias.

3. Por las videollamadas, la mejor herencia del COVID.

4. Por mis tenis favoritos, que combinan con todo… menos con lo que ya traigo puesto. Pero estaban casi regalados mis Hoka morados.

5. Por los correos que redacto en mi cabeza, pero nunca mando (y la verdad estaban buenos).

6. Por las juntas que pudieron ser un mensaje, pero para hacernos sentir mas importantes las hicimos en persona.

7. Por mi celular, que siempre cae de panza al piso como si fuera apuesta, (bueno, mas bien, doy gracias por el protector que le compré que me lo cuida super bien)

8. Por el GPS, que me manda por “la ruta más rápida”, donde nomás voy yo.

9. Por mis pestañas que todavía no se me caen, aunque llore, tenga alergia, me despinte con aceite del mas chafa. Ya no son las de cuando tenía 20 pero todavía tengo.

10. Por la gente que dice “nomás una pregunta”, y terminamos sentados platicando.

11. Por las noches que juro dormirme temprano, y termino dándole vuelta a TikTok hasta que sale una gringa que dice en su video “You have been scrolling for hours”.

12. Por los días que despierto sin alarma, pero el cerebro insiste en las 6 am.

13. Por mi cama, que es mi base, mi refugio, mi lugar seguro.

14. Por mi Kiara, mi Yorkie preciosa, la reina de mi casa, que sabe cuándo necesito de su amor.

15. Por los mensajes de “¿sigue interesada?”, cuando nunca pedí nada, pero bueno.

16. Por los que me piden seguirme en redes sociales y en cuanto los acepto me mandan por mensaje privado “Te ayudo a bajar 15 kilos”. Dios los bendiga, jajaja.

17. Por mi calendario que está lleno de cosas que hacer. Así no estoy sin hacer nada ni pensando cosas negativas.

18. Por el DJ de Spotify que me quiere mucho y me pone música muy padre.

19. Por WICKED, 1 y 2 y aquel blog que hice hace 10 años. https://ginadewar.com/2015/06/03/wicked-asi-naces-o-te-haces/

20. Por la SALUD de todos los que quiero.

21. Por los cuadernos que compro con toda la emoción, y siguen nuevecitos porque nunca los uso.

22. Por mis amigos, que siempre saben cuándo necesito un vinito VIP.

23. Por los días en que me levanto feliz. No he encontrado la fórmula de hacerlo adiario pero creo que tiene que ver con la luna.

24. Por mis hijos, que regresaron a mi casa este año pero se que pronto van a volver a irse. Los disfruto, los amo y me llenan de vida. Por toda mi familia, desde mi mamá, hermana, sobrinos, primos, tíos. Ustedes me inspiran, mueven, y hacen ser la mejor versión de mi.

25. Por mí misma, porque sigo dándole, riéndome, sobreviviendo, avanzando y ESCRIBIENDO.

GRACIAS. GRACIAS. GRACIAS. A todos por leerme. NOS VEMOS A LA PROXIMA.

EL INFIERNO DEL HUBIERA

El Infierno del “Hubiera” y la Fatiga de Pensar Demasiado

¿Cómo les va con sus propios dramas mentales? Yo, aquí, como siempre, sumergida en las profundidades de mi propio overthinking. La verdad es que, si la reflexión profunda diera dinero, ya sería dueña de una isla privada. Pero no, solo da dolor de cabeza y ganas de mandar todo a la fregada.

El punto es que últimamente me la vivo en un interrogatorio interno. Mi cerebro ha decidido que, en lugar de planear la siguiente gran cosa, su trabajo es revisar, con lupa y cronómetro, cada maldita decisión que he tomado desde que tengo uso de razón. Y claro, el villano de la película es el famoso: “hubiera”.

Es que el “hubiera” no es una pregunta, es una declaración de guerra contra mi paz mental. Es como tener a una tía fastidiosa viviendo en mi cabeza, que no deja de recordarme lo mal que hice todo.

• “Gina, hubieras sacado la licencia de maestra en lugar de la de real estate. ¡Ahora no estarías trabajando con niños!”

• “Pero, Gina, si hubieras invertido en esas acciones en 2010… ¡tendrías para el retiro ahora mismo!”

• “¿En serio le dijiste SÍ a aquel morro? Si hubieras dicho NO, te habrías ahorrado ese drama de varios meses.”

Y lo peor es que esta voz es súper tramposa. Solo me muestra la versión idealizada y con filtro de Instagram de la otra opción. Nunca me enseña la parte difícil de ser maestra (las noches sin dormir por las entregas de calificaciones), o los meses de drama que esa otra persona también me habría dado, solo que con un nombre diferente.

Es una falacia de la perfección. Creemos que el camino no tomado era el bueno, el que nos garantizaba la felicidad y cero problemas. ¡Mentira! Solo nos habría dado un set de problemas totalmente distinto. Pero el chiste es que esa ilusión nos tiene atrapadas. Es como un laberinto mental del que, francamente, estoy hasta la madre.

Llega un momento en que uno dice: ¡Ya estuvo! Esta revisión constante del pasado es una pérdida de tiempo y energía que podría estar usando para hacer algo en el presente. Es una fatiga mental que me está drenando.

¿Por qué nos obsesionamos tanto con esto? Creo que, en el fondo, es una forma de escapar de la responsabilidad de hoy. Es más fácil culpar al “yo” del pasado por una “mala” decisión que aceptar que hoy tengo que trabajar duro para arreglar las cosas o para crear algo nuevo. Si todo lo arruinó mi “yo” de hace cinco años, entonces mi “yo” de hoy no tiene tanta presión, ¿verdad? ¡Falso!

Además, piénsenlo un segundo: estamos juzgando a una persona que ya no existe. Mi “yo” de 2018 tenía menos información, menos experiencia, y probablemente estaba lidiando con su propio caos interno. ¿Quién soy yo, con toda mi sabiduría actual (y mis ojeras), para criticarla tan duramente? Es totalmente injusto.

Necesitamos un cambio de chip. El “hubiera” tiene que dejar de ser un martillo que golpea nuestra autoestima para convertirse en un mapa de ruta para el futuro.

Si estoy arrepentida de no haber entendido lo que valgo hace unos años, la lección no es torturarme, sino ir a pedir que me valoren más. Si me arrepiento de haber dejado ir una amistad valiosa, la lección es cuidar las que tengo HOY.

El pasado ya es una pieza de museo. No podemos cambiarlo. Lo único que podemos hacer es ver la pieza, ver qué información nos da (qué patrones repetimos, qué miedos nos detuvieron) y usar ese feedback para construir mejor el presente.

No se trata de borrar el pasado, sino de dejar de vivir en él.

El presente, es el único lugar donde somos realmente poderosos. Es el único momento donde la decisión que tomamos (o que evitamos tomar) sí tiene un impacto real. Así que, menos lamentos y más acción. Dejemos de ser las detectives de nuestras propias historias y seamos las protagonistas que mueven la trama.

Yo, por mi parte, he decidido que cada vez que escuche ese horrible “hubiera”, lo voy a reemplazar con un: “AHORA voy a…” o un simple “¡Qué bueno que pasó, porque aprendí X cosa!”

¡A vivir, a equivocarse y a reírse de uno mismo! (Que para eso estamos, ¿o no?)

Nos vemos a la próxima…

LA “TRAILITA”

La Trailita: Cuando el Asfalto se Vuelve Hogar (Temporal)

Estuvimos La Revista Binacional (Rafael García y yo) en el evento “Viva La Vida”, la gala donde Lifeline Community Services reúne a toda la gente de San Diego que los apoya y respalda. La Revista Binacional fue orgullosamente patrocinador de medios. Mi amiga Lisette Islas, la CEO de dicha fundación, fue la anfitriona perfecta en un lugar colorido, aromático y lleno de amor.

Enrique Meza, de US Bank, quien fue el patrocinador principal del evento (y amigo mío), nos contó una historia de esas que te recuerdan que la vida no es un comercial de televisión. Su cuento sobre La Trailita—esa casa rodante o remolque—y cómo su familia la usó como un punto de rescate para los parientes en apuros, es oro puro.

No estamos hablando de un acto de caridad del gobierno, ¡sino de una logística familiar de supervivencia! Es que escuchen esto: el tío que se divorcia, el primo que pierde la chamba, la prima que recién llega de otro país… ¿Qué hace la familia Meza? ¡Les asigna un turno en La Trailita! No es un Hilton, pero es un techo. Es una forma de decir: “Estás caído, pero no te vas a quedar en la calle. Aquí te paras, te sacudes y vuelves a empezar, pero bajo nuestra supervisión constante”.

Comparó esa “trailita” con lo que llamanos “lifeline” (esa ayuda vital para no morir) y lo ató al tema de la fundación en dicho evento.

Eso me recordó La Gran Pregunta que siempre me hago: ¿Por Qué Hay Menos Homeless en países Latinos si comparamos con Estados Unidos?

Y es que, al escuchar esta historia, se me prendió el foco y dije: ¡Ahí está la respuesta! ¿Por qué en nuestros países, a pesar de las crisis, los gobiernos ineptos y la escasez, no vemos ese ejército de personas viviendo en las banquetas como en el “primer mundo”? Porque aquí, la familia es el último bastión de la seguridad social.

Mientras que en USA son súper cool y valoran la “independencia” a los 18, lo que en realidad hacen es dejar a su gente sola. La palabra “independencia” nos da escalofríos, en especial a los padres de familia con hijos mayores de 18. En lo personal, mis hijos saben que aquí conmigo tienen su casa SIEMPRE. Si las cosas no les salen bien, que regresen. Si pierden dinero, que regresen. Si tienen que volver a empezar y necesitan ahorrar dinero, que regresen. Mientras tenga vida y techo, ellos tienen siempre esa ‘trailita’.

La Póliza de Seguro Llamada “Mi Familia”

En Latinoamérica, la familia funciona como una póliza de seguro obligatoria que nadie firmó, pero todos acatamos. A cambio de que te critiquen tu corte de pelo, te pregunten por tu vida sentimental y te digan que deberías buscarte un trabajo “de verdad”, tienes una red de contención que es casi infalible:

* El Sillón Cama: Siempre hay un sofá, un colchón inflable o un cuartito en la azotea disponible. Si te va mal, alguien te va a dar un rincón.

* La Olla Mágica: Nadie se muere de hambre. Las mamás y las abuelas siempre cocinan para un regimiento. Siempre hay un plato extra, aunque tengas que aguantar la sopa de fideo por tres semanas.

* La Chismografía de Recuperación: Te van a chusmear hasta que consigas trabajo. La presión social es un motor (molesto, pero efectivo) para que te eches “pa’lante”. No es un sistema perfecto, claro. Es invasivo, ruidoso y lleno de drama, ¡pero funciona! La dignidad de no dormir en la calle vale la pena aguantar a la tía criticona.

La Trailita Como Símbolo

La Trailita de la familia Meza es un símbolo glorioso de lo que significa ser latino: usar el ingenio, la poca infraestructura que tenemos, y la obligación moral de no dejar que la sangre se quede en el asfalto. Enrique Meza, con su trabajo promoviendo la inclusión financiera, entendió perfectamente que el primer paso para la inclusión, muchas veces, no viene de un banco, sino de un remolque viejo y de un par de manos dispuestas a ayudar.

Así que, ¡un aplauso por esas familias que tienen su propia Trailita de emergencia! Y a ti, ¿cuál ha sido el rincón temporal donde te has refugiado mientras te pones de pie? ¡Atrévete a contarlo!

(Enrique, gracias por ser mi inspiración esta semana.)

NOS VEMOS A LA PROXIMA.

Emprendimiento Puro

Hay quienes dicen que fumar un puro cubano es un lujo, una experiencia que requiere calma, paciencia y cierto nivel de sofisticación.

Yo digo que ser emprendedora es lo mismo, pero sin la calma y con mucho menos glamour. Porque si alguien me hubiera explicado que prender un negocio se parecía tanto a prender un puro, tal vez me hubiera comprado un encendedor más grande antes de empezar.

Para empezar, está el ritual de encenderlo. Un puro no se prende de golpe como un cerillo en la oscuridad. Hay que girarlo, cuidarlo, darle espacio para que el fuego agarre parejito.

Igual que cuando uno inicia un negocio: la idea brilla en tu cabeza, pero si no le das aire, tiempo y dedicación, se te apaga en la primera semana y lo único que queda es un olor raro a fracaso.

Después llega el primer jalón. Con el puro, ese momento inicial es engañoso: parece suave, pero en realidad puede darte un golpe inesperado en la garganta. Así pasa cuando arrancas un proyecto: el entusiasmo te hace pensar que todo será ligero y fácil, hasta que descubres trámites, permisos, clientes indecisos y proveedores que desaparecen misteriosamente cuando más los necesitas. Y ahí estás, tosiendo, preguntándote si valía la pena.

Pero claro, la clave está en la paciencia. Un puro cubano no se fuma en cinco minutos. No es cigarro de esquina, es experiencia lenta. Igual que emprender: si quieres resultados inmediatos, mejor vete por unas papitas. Los negocios toman tiempo, energía y, sobre todo, la capacidad de aguantar sin desesperarte cuando parece que nada avanza. Porque si lo fuerzas, se quema mal. Si lo dejas descuidado, se apaga. Lo mismo pasa con tu empresa.

Y no olvidemos lo caro del puro. Todo el mundo sabe que no es barato. Igual que ser emprendedora: inviertes en un logo, en una oficina, en mil cosas que la gente a tu alrededor te dice que “no son necesarias”. Ellos no entienden que detrás de ese gasto hay una apuesta, un sueño, y un poquito de locura. A veces te ven como si hubieras gastado tu sueldo en humo… y pues sí, pero un humo que te hace feliz.

Luego está el ambiente social. Con un puro cubano en la mano, la gente asume que sabes de la vida, que tienes historias interesantes, que perteneces a un club exclusivo. O que te crees la María Félix.

Con un negocio, la gente también asume cosas: que eres tu propio jefe (mentira, tus clientes son tus jefes), que no tienes horarios (mentira, trabajas 24/7), y que ya eres millonaria (mentira, a veces ni para el café y vieran mis calzones).

Lo mejor de todo, sin duda, es la satisfacción final. Terminar un puro cubano es quedarte con el sabor de algo fuerte, con carácter, que requirió tu tiempo y atención. Terminar una etapa en tu negocio, aunque sea chiquita, te deja la misma sensación: que valió la pena, que cada jalón tuvo su propósito, y que sobreviviste al humo, a la tos y al gasto.

Al final del día, ser emprendedora es como fumar un puro cubano: difícil de conseguir, complicado de mantener, pero delicioso de vivir. Eso sí, con la diferencia de que cuando el puro se apaga, ya no hay vuelta atrás. En cambio, cuando tu negocio se tambalea, siempre puedes darle otra chispa, otro intento, y volver a encenderlo.

Y créeme, aunque ambos procesos cuestan lágrimas (y a veces maquillaje corrido), la satisfacción de saborearlo hasta el final… vale la pena.

Nos vemos a la próxima. 💕

Sola… en el bar

Hay algo gloriosamente rebelde, deliciosamente temerario y un poquitito dramático en sentarse sola en la barra de un restaurante y pedir un trago como lo hacen los hombres.

Es como decirle al mundo: “Sí, vine sola… y no necesito compañía para disfrutar esta cheve bien fría”.

Yo lo llamo mi ritual de empoderamiento. Un pequeño acto de independencia con aroma a nebbiolo y fondo de música bossa nova.

¿Por qué?

Porque sentarse sola en la barra no es cualquier cosa. Es una declaración, un performance, una coreografía secreta que empieza desde que empujas la puerta del restaurante con cara de “sé exactamente lo que estoy haciendo” (aunque por dentro estés dudando si debiste haberte puesto otra blusa).

Todo comienza con la entrada triunfal. Entro como si la barra me estuviera esperando. Paso firme, espalda derecha, ojos al frente… como si tuviera una cita con Toto Wolff en el asiento de al lado.

Spoiler: el único que me espera es el bartender y unos televisores donde estan pasando el beis. Busco mi lugar, ni muy esquina (porque parece que me escondo), ni en medio de gente.

Me siento justo donde puedo ver todo ya que mi pasatiempo favorito es ver gente.

En la barra, soy protagonista, soy la mujer misteriosa que todos creen que tiene una historia. Y sí la tengo, pero casi siempre estoy escribiendo las de los demás menos la mía.

La orden del poder: un trago sin disculpas. Trato de recordar los vinos que mi amigo Arnulfo nos ha enseñado a degustar. Llega el momento de pedir el trago. Y pido un Vodka Tonic porque aunque quiera un tinto, he aprendido que los vinos buenos se piden por botella y no quiero tomar tanto.

Pedir un trago sola no es para “buscar conversación”, es para saborear la libertad. Es para sentir que puedo pagar mi cuenta, mi trago y sin pedirle permiso a nadie. Como lo hacen los hombres… pero con más estilo y mas auto-justificación de que no tiene nada de malo.

Que curioso que es 2025 y hacer algo tan simple como llegar al bar sola tiene que venir acompañado de una justificación. Esa crianza tan estricta creo que morirá conmigo.

Sentarte sola en la barra te convierte en observadora profesional. Está el tipo que presume su reloj mientras le cuenta a la mesera su tercera historia de negocios fracasados. La pareja que ya no se habla pero se ven como diciendo “¿pedimos postre o ya nos separamos?”. El señor cansado del trabajo que no quiere llegar a su casa porque le espera otro tipo de problema.

Y claro, siempre hay uno que pregunta “¿vienes sola?” y dependiendo de quien es le contesto Si o No.

Es que eso de “venir sola” no es sinónimo de soledad. Es sinónimo de decisión. De poder estar contigo misma sin necesidad de validación externa. De saber que tú eres suficiente compañía para disfrutar una bebida, una cena y hasta un brindis por lo que viene.

Mi vodka tonic está delicioso. El gusto por el vodka es de mi abuelo Memo. No por que seamos rusos pero era uno de sus tragos favoritos ademas de los vinos tintos. Lo saboreo, tan refrescante al principio y luego comienza a dar calorcito rico.

Termino el trago como se termina un buen libro: con una sonrisa y una ceja levantada. Pido la cuenta sin apuros, dejo buena propina y me bajo del banco.

Salir sola, sentarte en la barra y pedir tu trago es un acto de poder, sí, pero también de placer. Es saber que no necesitas testigos para pasarla bien. Que puedes ser tu mejor cita, tu mejor compañía, y que no hay nada más sexy que una mujer que se toma el tiempo para disfrutar de sí misma… en la barra, con tacones, y con un trago que habla por ella.

No lo hago seguido, pero me gusta saber que siempre tengo esa opción.

Salud por eso.

NOS VEMOS EL PROXIMO MIERCOLES 🙂

🍸

La Rueda de la Fortuna

Hay algo casi mágico en subirse a una rueda de la fortuna. No importa si estás en una feria de pueblo, en el muelle de Santa Mónica, en Disney California Adventure o en Las Vegas con luces bailando a tu alrededor: la experiencia es la misma. Te subes, esperas a que todos encuentren su asiento, y entonces, lentamente, la rueda empieza a girar.

Y justo ahí, en ese momento en el que todo va lento, es donde me cayó el veinte: la rueda de la fortuna es una gran lección de vida. Porque no se trata de velocidad, ni de adrenalina, ni de llegar “más alto” primero. Se trata de paciencia, de confiar en el ritmo, y sobre todo, de disfrutar el paseo.

Vivimos en una era donde todo es inmediato. Un clic y ya compraste, otro clic y ya te contestaron. Pero hay cosas —las más valiosas, las que realmente importan— que no se pueden acelerar. El amor, la sanación, los proyectos con alma, las relaciones verdaderas, el crecimiento personal… todo eso toma tiempo. Como la rueda.

Y qué curioso, porque al principio uno quiere que se mueva rápido. Subes con emoción, con esa ansiedad bonita de lo nuevo. Pero la rueda no se apura. Se detiene, deja que otros suban. A veces te toca estar arriba del todo, viendo el mundo desde otra perspectiva. Otras veces estás abajo, esperando que vuelva a girar. Y eso es la vida. Una serie de subidas y bajadas, a su propio ritmo.

Yo he aprendido —a veces a la mala— que apresurar procesos solo trae frustración. Que cuando uno se impacienta, no disfruta. Que hay belleza en el ritmo natural de las cosas. Y que, como en la rueda, no puedes controlar cuánto tarda en llegar tu momento. Solo puedes decidir si lo vives con estrés… o con alegría.

La mejor parte, para mí, es cuando estás arriba. No porque estés “más alto” que nadie, sino porque ahí se abre el panorama. Ves luces que antes no notabas, detalles que solo se revelan con distancia. Y claro, sabes que no vas a quedarte ahí para siempre. Pero eso lo hace más especial.

Me gusta pensar que la rueda también te enseña humildad. Porque así como subes, también bajas. Y no pasa nada. El juego sigue, el ritmo no se detiene. Es parte del ciclo. Lo importante es seguir presente, ver a tu alrededor, compartir la cabina con quien elegiste subir, o incluso, disfrutar tu propia compañía si vas sola.

A veces la vida nos pone en una cabina que no elegimos. A veces el panorama no es tan bonito como esperábamos. Pero incluso ahí, hay lecciones. Hay pausas necesarias, silencios que curan, vistas distintas que no habríamos descubierto si todo fuera en línea recta.

Otras veces nos hace esperar a que “todos se suban a tu proyecto”, que te alcancen en tus metas o se sincronicen con tus ideas. Y la Rueda de la Fortuna nos enseña que no puedes girar rápido hasta que todos las cabinas esten ocupadas.

Así que la próxima vez que te sientas “atascada”, que sientas que todos avanzan menos tú, piensa en la rueda. No te bajaste. Solo estás en la parte del viaje donde se ve diferente. No te desesperes. Tu momento de subir otra vez llegará.

Y cuando lo haga, recuerda mirar alrededor. Agradece el camino, el proceso, el tiempo. No todos se atreven a subir, no todos saben esperar. Tú sí.

Porque la vida no se trata solo de llegar. Se trata de girar, de detenerse, de mirar, de respirar profundo cuando estás en lo alto… y de sonreír cuando vuelvas a empezar.

Y si nos ponemos a analizarlo profundamente, el que primero se sube, primero se baja. Te guste o no.

NOS VEMOS EL PROXIMO MIERCOLES 🙂

No más herramientas…

Leí lo siguiente:

“No necesito más herramientas, necesito menos fricción”… me explotó el cerebro (y el corazón también).

Todo comenzó un martes cualquiera. Ya sabes, ese tipo de día donde tienes 27 ventanas abiertas, 15 apps de productividad descargadas y una lista de pendientes que parece escrita por un enemigo.

Ahí estaba yo, buscando LA herramienta definitiva que me haría más organizada, más eficiente, más… menos yo.

Y de pronto la vi. Esa frase. En mayúsculas, subrayada, como si Dios mismo me la hubiera mandado en un post de LinkedIn:

“No necesito más herramientas, necesito menos fricción.”

¡PUM!

Sentí un golpe directo al ego. Una bofetada con guante blanco digital. Porque claro que necesito herramientas, ¿no? ¿Qué haría yo sin mi calendario, mi app de recordatorios, mis documentos compartidos, el CRM (imaginario a veces), el correo, el WhatsApp, el grupo de WhatsApp del grupo de WhatsApp…?

Pero ahí estaba la maldita frase, viéndome con una ceja levantada y diciendo:

“¿Y de qué te sirve tanto si igual sigues en el caos, Ginita?”

Me quedé pasmada. Cerré todas las ventanas en mi celular (bueno, dejé Spotify) y me puse a pensar: ¿cuántas veces he perdido media hora organizando lo que tengo que hacer, en lugar de simplemente hacerlo? ¿Cuántas veces me he bajado una nueva app porque la anterior no “fluía”, cuando en realidad el problema era que tenía que meterle diez pasos para hacer una tarea sencilla?

Spoiler: no era la herramienta. Era la fricción.

Fricción como esa vocecita que te dice que no empieces porque no va a quedar perfecto.

Fricción como tener que buscar tres veces una contraseña que sabes que está “por ahí”.

Fricción como el síndrome del impostor disfrazado de “solo necesito otro curso para estar lista”.

Fricción es buscar culpables de no avanzar en lugar de aceptar la culpa propia.

La frase me hizo entender que a veces somos como ese señor que compra herramientas carísimas para arreglar la gotera… pero nunca se sube a la escalera.

¿Y sabes qué hice después de ese mini despertar espiritual?

*No, no me volví minimalista digital.

*No, no borré todas mis apps y me fui a meditar al bosque.

Pero sí hice algo revolucionario:

Eliminé todo lo que no estaba ayudando a fluir.

Saqué las herramientas duplicadas, las que no entendía, las que usaba solo por moda (o que vi en un video de TikTok).

Y me quedé con lo que sí uso. Con lo que realmente me ayuda a avanzar sin sentir que estoy empujando un burro cuesta arriba.

Desde entonces, cada vez que me tiento a descargar una cosa más para “ser más productiva”, repito mi nuevo mantra:

No necesito más herramientas. Necesito menos fricción.

(Esta frase aplica a todo: trabajo, salud, amores, pero eso es otra historia).

GRACIAS POR LEERME

Más fácil hacerlo Mal.

¿Y si mejor no lo hacemos bien? Total, así es más fácil… ¿no?

A ver, seamos honestos: hacer las cosas bien es un arte, una ciencia, una disciplina… y una friega. No es que uno no quiera ser responsable, comprometido y profesional. No. Es que a veces —muchas veces— simplemente parece que la vida conspira para que no te den ganas de hacer absolutamente nada bien.

Primero que nada, hacer las cosas bien implica pensar. ¡Pensar! Y eso ya es pedir demasiado. Pensar significa planear, organizar, anticipar problemas y, peor tantito, solucionarlos. ¿Quién tiene tiempo para eso cuando uno apenas tiene energía para sobrevivir al lunes?

Además, hacer las cosas bien implica tiempo. Y no me refiero a una horita mientras ves memes. No, es tiempo de verdad. Horas de enfocarse, corregir errores, checar detalles, volver a empezar si algo salió mal. ¿Y si en lugar de todo eso me echo una siestecita de “cinco minutos” que mágicamente se convierte en tres horas? Suena más tentador.

Otro problema es la motivación. Uno empieza el lunes con toda la actitud: “¡Esta semana sí voy a hacer todo bien!” Y para el martes a las 11:00 a.m. ya estás cuestionando todas tus decisiones de vida mientras te preguntas si puedes sobrevivir solo con café y chismes de TikTok. ¿Qué pasó con el entusiasmo? Pues que se lo llevó la rutina, la flojera y el hecho de que nadie te aplaude cuando haces las cosas bien… pero todos notan cuando la riegas.

Hacer las cosas bien también requiere compromiso. Y el compromiso da miedo. Porque si te sale bien una vez, ¡ahora lo esperan siempre! O sea, ¡una sola vez haces algo bien y ya te quieren poner de ejemplo en la junta! No, gracias. Prefiero mantener las expectativas bajitas para que nadie se sorprenda cuando no entrego nada.

Además, ¿han notado que hacer las cosas mal a veces es hasta más divertido? Te echas un chisme mientras haces el trabajo a medias, improvisas, sobrevives al caos, y si te preguntan, siempre puedes decir: “¡Ups, se me fue el detalle!” y ya. Con carita de ternura y voz de víctima, se resuelve casi todo.

Ahora, no me malinterpreten. No estoy promoviendo la mediocridad (bueno, tal vez tantito). Solo digo que, en el fondo, todos sabemos que hacer las cosas bien es noble, correcto y admirable… pero no siempre es la opción más fácil. Y como buenos seres humanos que somos, siempre estamos buscando el camino de menor resistencia. Llámalo instinto de conservación, flojera estratégica o talento para la improvisación.

Cosas que me gustaría a veces no hacer bien:

  • Maquillarme y luego desmaquillarme en la noche
  • Contestar cuando tengo una opinión diferente
  • Estacionarme dentro de las lineas en los centros comerciales
  • Sacar la ropa de la secadora inmediatamente
  • Respetar mi turno en una fila
  • No saludar a los que se que no les caigo
  • Publicar en mis redes sociales con toda la honestidad
  • Gastar dinero solo en mi
  • Llorar por nada
  • Tener tiempo para mi
  • Dar explicaciones
  • Creer en el amor de nuevo, especialmente el propio
  • Dar propinas
  • Defenderme de los que me quieren tumbar
  • Tener expectativas

Así que la próxima vez que alguien diga: “Hazlo bien o no lo hagas”, yo solo responderé: “Entonces mejor no lo hago. Porque hacerlo bien… ¡está muy difícil y ahorita no quiero!”

¡NOS VEMOS A LA PROXIMA!

Lo Frágil del Tiempo

Mi papá va a cumplir 30 años que se murió. Tenía 49 años. Quizá por eso lo he estado recordando estos días. No me pone triste porque ahora cuando pienso en él, es una lucha de mi mente por recordar su voz y su mirada. No me da tiempo de ponerme triste porque mi enfoque está en no olvidarlo.

Mientras pensaba en mi papá, saqué cuentas. Llegamos de Hermosillo a vivir a Mexicali en 1984. Mi papá murió en 1995.

No tienen idea lo que me afectó entender que solo vivimos 11 años en Mexicali con mi papá. Yo pensaba que era una eternidad lo que estuvimos con él. “Toda una vida”. Y pues, ahora viendo las cosas, no fue así.

Hay una verdad silenciosa que todos eventualmente enfrentamos: la fragilidad del tiempo. Cuando somos jóvenes, los días parecen interminables, los veranos se hacen eternos y esperar una semana por algo se siente como una vida entera. Pero a medida que envejecemos, el tiempo parece escaparse entre nuestros dedos cada vez más rápido. Los meses se difuminan, los años pasan en instantes, y nos preguntamos: ¿Dónde se fue el tiempo?

Esto no es solo imaginación; es una experiencia psicológica real. Una explicación radica en cómo percibimos el tiempo en relación con nuestra edad. A los cinco años, un solo año representa el 20% de tu vida. Pero a los 50, ese mismo año es solo el 2%. De esta manera, nuestro cerebro mide el tiempo proporcionalmente, lo que puede hacer que cada año que pasa se sienta más corto que el anterior. También está el tema de la novedad. De niños, casi todo lo que encontramos es nuevo: nuestro primer día de colegio, nuestra primera excursión a la playa, nuestra primera amistad. Estas nuevas experiencias crean recuerdos vívidos y una sensación de expansión en el tiempo.

Como adultos, muchos de nuestros días empiezan a seguir rutinas familiares y menos momentos sobresalen. El tiempo, entonces, se siente comprimido no porque transcurra más rápido, sino porque se forman menos recuerdos únicos. El ritmo de la vida moderna también influye. La tecnología nos mantiene constantemente conectados y en constante movimiento: correos electrónicos, mensajes de texto, plazos, notificaciones de redes sociales.

Siempre estamos demasiado ocupados como para tomarnos tiempo para simplemente estar. Nuestra atención se fragmenta, y cuando no nos tomamos el tiempo para estar presentes, los momentos pasan desapercibidos. Los días se llenan, pero no siempre con cosas que dejen impresiones duraderas.

Emocionalmente, la fragilidad del tiempo se hace más evidente al ver a las personas a nuestro alrededor crecer, a los niños convertirse en adolescentes, a los seres queridos fallecer.

Estas transiciones nos recuerdan que el tiempo no solo es precioso, sino también fugaz. Empezamos a medir el tiempo menos en minutos y más en recuerdos, logros y conexiones significativas. Pero en lugar de temer el rápido paso del tiempo, quizás podamos cambiar nuestra relación con él. La solución no es intentar ralentizar el tiempo, sino ser más conscientes de cómo lo empleamos.

Estar presente, crear nuevas experiencias, expresar gratitud y cultivar relaciones pueden ayudar a extender el tiempo de forma significativa.

Sal a caminar sin el teléfono.

Cena con alguien sin distracciones.

Empieza algo nuevo.

Lee mis blogs.

Vuelve a sentir curiosidad.

Cuando nos entregamos plenamente al momento, el tiempo se centra menos en el reloj y más en la profundidad de la experiencia. El tiempo seguirá avanzando: frágil, fugaz, imparable. Pero dentro de esa fragilidad reside un regalo silencioso: la oportunidad de vivir con dedicación. De llenar nuestras vidas no solo con el paso de los días, sino con la riqueza de estar verdaderamente vivos en ellos.

Gracias por leerme y una disculpa por no escribir (este blog) mas seguido.

Nos vemos a la próxima.